lunes, 27 de febrero de 2012

Libre de humo

Fumar es autodestrucción. De eso, no tengo duda alguna.

Estaba estrenando Internet en casa, trabajando, buscando imágenes, escuchando videos de YouTube. Me había indignado la primera vez que prohibieron fumar en lugares públicos. ¿Cafés con wifi y sin humo? El cigarrillo y la computadora son inseparables. Tanto aprecio esta unión que trabajaba fumando, con una inminente crisis de asma. Me disponía a buscar un cigarrillo más cuando noté al paquete vacío.

Le tengo pánico a la noche. Nunca salgo después de las diez ni voy a lugares lejanos de los que no sé salir si se hace tarde. Tampoco manejo. Si tuviera un auto, supiera manejarlo, no le tuviera terror a la noche y tuviera registro, sería más sociable. Pero probablemente sufriría horrores dejar el auto en la calle: pensaría que me lo van a robar, que me lo van a rayar, que me lo van a prender fuego y le van a sacar una puerta para convertirla en autoparte. Esos pensamientos no me dejarían disfrutar ningún evento.

Con ese miedo, me vestí más o menos presentable y usé una vez más la medicación para la obstrucción pulmonar. Junté el arsenal: las llaves, los diez pesos y el broncodilatador en una cartera pequeña. Me fui a buscar un kiosco. Siempre estaba abierto hasta tarde el de la estación de tren. Esa noche no me falló. Compré. Abrí la caja de cartón. Destrocé el papel plateado. Saqué uno de los veinte bastones de tabaco. Apoyé el filtro en los labios. Saqué el
encendedor del bolsillo. Acerqué la llama a la otra punta. Inspiré profundo. Tosí. Recuperé la calma. Perdí la salud.

Guardé paquete y encendedor en el bolsillo. Tomé el camino más corto, que era más oscuro, porque vi a un policía rondando por ahí. El oficial llegó a la esquina y tomó otra calle. Las luces de mercurio, cubiertas por las ramas. El silencio, roto solo por mis pasos. Quietud plena. A lo lejos, el camión de basura llevaba bolsas. Después, otros pasos que no eran míos. Hay que admitir que el hombre se movió como un felino al ataque: no imagino de dónde habría salido pero, en un santiamén, surgió como de entre las paredes y destruyó la manija de mi cartera. Cuando se cayó al suelo, el tipo la levantó y salió corriendo.

No sufrí ninguna lesión. Ni siquiera llegué a verle la cara. Como un estornudo, como un ruido fuerte: un sobresalto en todo el cuerpo y no se entiende qué pasó. Me vi en medio del camino a casa sin el broncodilatador, sin el vuelto, sin las llaves. La única persona con copias de la llave era mi madre, a 150 kilómetros de ahí. Podía ver el número de un cerrajero en cualquier poste de la calle pero no tenía cómo llamarlo. El cigarrillo humeaba solo en el cordón. El hueco en mi cuello se hundía descontrolado. Las costillas me agitaban al compás de mis pulmones enfermos. El ladrón tenía un valioso botín: llaves, dos pesos y un broncodilatador. El mío no era más que diecinueve cigarrillos y un encendedor. Qué lindo hubiera sido que el fuego abriera puertas. Y qué milagroso que el tabaco abriera las vías respiratorias. Me picaba la garganta. Imposible rascarse por dentro. Pensé en caminar hasta la sala de emergencias pero estaba a veinte cuadras. Volver el camino andado, hasta el kiosco, la kiosquera como redentora. Caminando lento, la única forma en que caminan los asmáticos. O quizá, con suerte, podría toparme con el policía que había visto y pedirle auxilio.

Los jadeos ocupaban todo. La enfermedad era más grande que el miedo, que la desgracia,
que la capacidad de andar. El cigarrillo, casi muerto, me seguía mirando desde el cordón de la vereda. Por la distancia que nos separaba, supe que había avanzado apenas tres pasos.
Necesitaba sentarme, echar el pecho hacia delante. Me ubiqué muy cerca de él. Quedaba solamente la colilla. Las hélices de humo que me enviaba se me parecieron a una mano. Un saludo. Una invitación. Apoyé las manos. Me incliné. El alivio era imperceptible. Cerré los ojos. El aroma encantador entró por la nariz tanto como nada salía de los bronquios. Una espirometría o un análisis de sangre resultarían en falta de oxígeno en los órganos vitales. Un Decadrón como redentor. Un cigarrillo muriéndose en el cordón.

Tomé el cuerpecito moribundo y me lo llevé a la boca. La tos fue más potente que un grito. Sibilancia. Mucha quietud.

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