Un ascensor está en el décimo y el otro, trabado en el quinto. Aprieto el botón para que venga el de mi izquierda. El décimo... Si no lo llamo se queda ahí, suspendido esos tantos metros. Yo vivo en el sexto y, como me gusta decir, vivo en el aire. Si trazara una marca en el piso y decidiera luego cavar allí, tan sólo encontraría el ventilador de techo del vecino del quinto. Qué miedo, no tengo base. Abajo de todo está la tierra, y en la tierra están los cuerpos. Y eso queda muchos metros hacia abajo. Tercero, segundo, primero, voy a abrir. Cuando estoy a punto me freno, me asusto, sé que va a haber en el piso, mal plegado, despeinado, un hombre de traje sangrando por un tiro que le han dado en la cabeza. Aprieto los párpados, abro, no está. Miro que nadie esté en los alrededores; realmente no quiero compartir el ascensor con ser alguno, vivo, muerto. Entro, me miro en el espejo. Ojeras incurables. Si me doy vuelta hacia la puerta, va a haber uno más ojeroso que yo, palidón y vestido de blanco, y el cuerpo le llega hasta la cintura. No me va a decir nada. Y si no lo miro va a empezar a reflejarse en el espejo, porque para eso aparece: quiere que lo vea. Lleguemos rápido al sexto; no quiero pensar más.
Abro, me bajo, giro la llave. Está todo en penumbras. El que vive en mi ropero se estará escondiendo. Espero que al prender la luz no se me aparezca enfrente.
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