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lunes, 21 de julio de 2014

Soliloquio

Anoche tuve una pesadilla. O un sueño. En principio fue de terror. Porque hubo un sueño adentro del otro, en el que creí que me había despertado a mí misma con ese grito. Había llegado la calma de salir del pánico, pero lo imposible volvía a ocurrir y el horror me ahogaba dos veces. 
Veía una foto de mí. Una foto de Nadia que detrás, tenía otra Nadia. Originalmente, reconocía a la Nadia que estaba al frente: alegre, firme, con una sonrisa fresca. La que aparecía detrás estaba amplificada: orgullosa, desafiante, diabólica su mueca. Yo no la conocía, pero tenía mi cara. Nadie había trucado esa foto. No en el sueño. No en la realidad. Y al momento de obtenida la foto, no había otra Nadia amplificada. Me asusté y me desperté.
Después fui a la casa de mi padre. Comencé a contarle lo que había soñado cuando vi mi reflejo en el televisor apagado. Detrás de la Nadia que hablaba con su padre, se reflejaba una Nadia que no estaba presente en el lugar de reunión. Una piña de susto al medio del pecho. Le grité a mi padre:
- ¡Ahí está! ¡En el televisor! ¡¿No la ves?!
- ¿A dónde?
- ¡En el reflejo! ¡Papá, por favor! ¡Cómo que no la ves! ¡Por favor!
- No hay nada, Nadia. 
- ¡Sacala, sacala! ¡Por favor! ¡Papá, por favor!
La espantaba yo con la mano en la pantalla, como si pudiera hacerla ir. Me estaba temiendo a mí misma. Y la Nadia reflejada, que también me veía, me mostraba los dientes en una sonrisa maliciosa. Sonrisa que decía que no había manera de deshacerse de ella. Justo entonces se hizo claro el telón que separaba lo onírico de lo corporal. Reconocí mi cuerpo y mi voz. Pero, ¿qué Nadia era? ¿La de la sonrisa maldita o la que se moría de pavor? Nadia se gritó para despertar y corrió agitada a abrir las cortinas. Justo ahora que había empezado a dormir con la tele apagada, no había luz salvadora, esa que te deja ver que todo está bien, en orden, en su lugar, lejos de la locura. ¿Está todo realmente lejos de la locura? La gata, la cama, el televisor sin reflejos. Todo en su lugar. También el baño, sus objetos y el agua que lava la cara. ¿Qué Nadia despertó? ¿Qué Nadia se amplifica por detrás de las imágenes? ¿Qué Nadia sigue durmiendo? ¿Y si alguna de ellas fuera Yésica? ¿Esa hija no reconocida que se volvió innombrable? ¿Quién es Yésica?
Yésica es la que estudia, la que trabaja, la que cobra en blanco. A Yésica la pisamos. La enterramos y le quitamos hasta su propio nombre. Nadia la invadió. Ahora es Nadia también la que estudia, trabaja y hace arte. Nadia es la que vive para el aplauso y pide que la reconozcan como tal. Nadia es la que no le cuenta a Nadie que Yésica existe. Yésica vive en una jaula cubierta con telas oscuras. A Yésica no la dejan salir. ¿Cuál es Nadia? ¿Cuál es Yésica? ¿Cuál planea una venganza, asustándose a sí misma cuando cree que ha logrado aniquilar a la anterior? Yésica es quizá la que ríe y dice: "Nadia, vos sabés que Nadia no es Nadie. No existe. No existís". Nadia la escupe y le dice: "La que no existe sos vos. Vos estás en las sombras. A vos Nadie te conoce. Ya no." Yésica ejecuta su palabra letal, porque conoce los miedos de la otra. Le dice: "El acta de defunción va a decir Yésica Leonor."

Nadia se va a morir Yésica. Nadia se va a morir. ¿Y qué será de su reflejo? ¿Para qué vive con miedo si el destino es el mismo? Después una mira a la otra, y ya no se sabe cuál es cuál. Una dice:
- Las dos estamos solas. 
- Las dos estamos rotas. 
- Las dos luchamos fuerte. 
- Las dos queremos lo mismo. 
- No, Yésica. Yo quiero que te mueras. 
- Y yo quiero ser vos, Nadia. 
- Entonces morite, Yésica.  
- Si yo muero te morís vos, Nadia. 

(Silencio. Reflexionan.)

Yésica: Gracias, papá.
Nadia: Gracias, mamá.
Yésica: Gracias, Ley.
Nadia: Dejame tranquila. 
Yésica: Dejame tranquila vos. 
Nadia: Dejá de aparecerte por detrás de mis fotos. 
Yésica: No, si yo no fui. Siempre estoy encerrada. 
Nadia: Entonces, ¿quién fue?

(Silencio. Apagón.)

lunes, 27 de febrero de 2012

Libre de humo

Fumar es autodestrucción. De eso, no tengo duda alguna.

Estaba estrenando Internet en casa, trabajando, buscando imágenes, escuchando videos de YouTube. Me había indignado la primera vez que prohibieron fumar en lugares públicos. ¿Cafés con wifi y sin humo? El cigarrillo y la computadora son inseparables. Tanto aprecio esta unión que trabajaba fumando, con una inminente crisis de asma. Me disponía a buscar un cigarrillo más cuando noté al paquete vacío.

Le tengo pánico a la noche. Nunca salgo después de las diez ni voy a lugares lejanos de los que no sé salir si se hace tarde. Tampoco manejo. Si tuviera un auto, supiera manejarlo, no le tuviera terror a la noche y tuviera registro, sería más sociable. Pero probablemente sufriría horrores dejar el auto en la calle: pensaría que me lo van a robar, que me lo van a rayar, que me lo van a prender fuego y le van a sacar una puerta para convertirla en autoparte. Esos pensamientos no me dejarían disfrutar ningún evento.

Con ese miedo, me vestí más o menos presentable y usé una vez más la medicación para la obstrucción pulmonar. Junté el arsenal: las llaves, los diez pesos y el broncodilatador en una cartera pequeña. Me fui a buscar un kiosco. Siempre estaba abierto hasta tarde el de la estación de tren. Esa noche no me falló. Compré. Abrí la caja de cartón. Destrocé el papel plateado. Saqué uno de los veinte bastones de tabaco. Apoyé el filtro en los labios. Saqué el
encendedor del bolsillo. Acerqué la llama a la otra punta. Inspiré profundo. Tosí. Recuperé la calma. Perdí la salud.

Guardé paquete y encendedor en el bolsillo. Tomé el camino más corto, que era más oscuro, porque vi a un policía rondando por ahí. El oficial llegó a la esquina y tomó otra calle. Las luces de mercurio, cubiertas por las ramas. El silencio, roto solo por mis pasos. Quietud plena. A lo lejos, el camión de basura llevaba bolsas. Después, otros pasos que no eran míos. Hay que admitir que el hombre se movió como un felino al ataque: no imagino de dónde habría salido pero, en un santiamén, surgió como de entre las paredes y destruyó la manija de mi cartera. Cuando se cayó al suelo, el tipo la levantó y salió corriendo.

No sufrí ninguna lesión. Ni siquiera llegué a verle la cara. Como un estornudo, como un ruido fuerte: un sobresalto en todo el cuerpo y no se entiende qué pasó. Me vi en medio del camino a casa sin el broncodilatador, sin el vuelto, sin las llaves. La única persona con copias de la llave era mi madre, a 150 kilómetros de ahí. Podía ver el número de un cerrajero en cualquier poste de la calle pero no tenía cómo llamarlo. El cigarrillo humeaba solo en el cordón. El hueco en mi cuello se hundía descontrolado. Las costillas me agitaban al compás de mis pulmones enfermos. El ladrón tenía un valioso botín: llaves, dos pesos y un broncodilatador. El mío no era más que diecinueve cigarrillos y un encendedor. Qué lindo hubiera sido que el fuego abriera puertas. Y qué milagroso que el tabaco abriera las vías respiratorias. Me picaba la garganta. Imposible rascarse por dentro. Pensé en caminar hasta la sala de emergencias pero estaba a veinte cuadras. Volver el camino andado, hasta el kiosco, la kiosquera como redentora. Caminando lento, la única forma en que caminan los asmáticos. O quizá, con suerte, podría toparme con el policía que había visto y pedirle auxilio.

Los jadeos ocupaban todo. La enfermedad era más grande que el miedo, que la desgracia,
que la capacidad de andar. El cigarrillo, casi muerto, me seguía mirando desde el cordón de la vereda. Por la distancia que nos separaba, supe que había avanzado apenas tres pasos.
Necesitaba sentarme, echar el pecho hacia delante. Me ubiqué muy cerca de él. Quedaba solamente la colilla. Las hélices de humo que me enviaba se me parecieron a una mano. Un saludo. Una invitación. Apoyé las manos. Me incliné. El alivio era imperceptible. Cerré los ojos. El aroma encantador entró por la nariz tanto como nada salía de los bronquios. Una espirometría o un análisis de sangre resultarían en falta de oxígeno en los órganos vitales. Un Decadrón como redentor. Un cigarrillo muriéndose en el cordón.

Tomé el cuerpecito moribundo y me lo llevé a la boca. La tos fue más potente que un grito. Sibilancia. Mucha quietud.

martes, 12 de abril de 2011

Eliana y sus teorías hollywoodenses

Eliana Rivero (O Luzu, según mi sobrino) es mi mejor amiga. Que tuve jamás. ¿Por qué? Por muchísimas cosas vividas y por vivir. Las que Uds. pueden llegar a percibir se las ofrezco. Y quiero contarles cómo, entre mordiscos a un Doble Cuarto de Libra con queso, ella me contó la vida de las estrellas de Hollywood por las que yo le preguntaba. NADA de lo que escribo surge de mi mente. Sólo de ella, que también tiene un blog donde NO escribe estas cosas tan geniales que tiene para ofrecer al mundo entero: http://lineasymas.blogspot.com

DIJO ELIANA RIVERO
Brad duerme. Duerme mucho. Dice cosas divertidas, te hace reir, sí, y te las dice serio. Pero al rato se va a dormir. Y no cogen mucho. Cogen a veces. Y cuando él se va a dormir, Angelina juega con los cuchillos. Los mira, los limpia, los tira. Y cuando no se hace tatuajes, se escribe cosas. Agarra la lapicera y se escribe. A veces se pone delante del espejo y se escribe la espalda. Después va a dormir y Brad la ve y la quiere leer. Y ella le dice "¡Noooo, son mis cosas, no leas!" "¡Salí!" "¡Nooo!". Él se junta con Jennifer y le cuenta estas cosas. Ella le dice "Un día te va a matar", pero no, sabe que en realidad no lo va a matar. A veces Angelina lo mira mientras Brad duerme, y ella está con los cuchillos.

Johnny es hipster, ¿ves? Con Tim se drogan mucho. Y eligen una groupie para llevarla a un lugar ambientado, así con mucha madera, velas, y la drogan. Después la matan. Con venenos diferentes, los prueban. Las miran mientras mueren, tirados los dos en un sillón. A veces Helena llega para verla morir. Después limpian ellos, porque la empleada no entra nunca al salón donde hacen esto. No se las cogen: las toquetean nomás. Las entierran en la casa. Tienen un cementerio de groupies. No las llevan en grupo porque las quieren hacer sentir especiales, así que las matan de a una.

Leo se inyecta aloe vera. Siente que le entra en el cuerpo y dice "¡Genial! Nunca tendré cáncer."

domingo, 26 de diciembre de 2010

Juegos Literarios con Elu

Mi mejor amiga y yo nos fuimos a Acá Bar y jugamos juegos bien de seño: Patentes y Cuéntamelo, ambos de Ruibal. Nos quedamos horas con Cuéntamelo. Sacás cinco tarjetas, lo cual despliega cinco palabras para que cuentes una historia (o algo) en un minuto y medio. Eliana hizo grandes producciones, que supongo ella misma pondrá en su blog próximamente.

Yo los dejo con las mías. En negrita, las palabras que debía incluir obligatoriamente.

Hola, soy el monstruo de la historieta. El que supuestamente te tiene que atemorizar al gruñir y provocarte pesadillas. Bueno, todo chamuyo: soy manso y boludo. Mi mujer me cagó y en el laburo no me pagan.

Matías es un pterodáctilo que mueve la patita para que le dé de comer. En el laboratorio dicen que no me encariñe, que pronto morirá. Hace unas noches lo escuché gemir de dolor y no supe qué hacer. Lloré y, quisquillosa, me fui a dormir.

Te quiero secuestrar, la concha de tu madre. Quiero congelarte los huesos de placer y calentarte el cerebro por lo mismo. Quiero saborearte delicioso, sentir como meneás tus partes en mis partes y caernos juntos en la procacidad eterna.

Me temo que para vos soy pequeña. Tan pequeña que mis ojitos no vieron la gran piedra con que me tropiezo una y otra vez. Qué gracioso no parar de caer. Qué feo desear y no tener.

Le arrastro el ala a un chabón que me tiene la quetejedi mohosa de obscenidad. Le silbo cuando pasa pero él ni bola. Me debilito. Me inhibe. Me arrojo a la babosidad por él, dice mi doctor.

Hoy me veo con el hincha de Platense. La cagada es que me salió un grano colosal en la punta de la nariz. Lo quise reventar pero no estaba lo suficientemente esponjoso. Encima re rata, no pienso pagar nada yo. Espero que el calamar garpe.

Eructé los aros de cebolla, me calcé la mochila y salí. Afuera, un auto me salpicó con agua del cordón. Lo miré, odiosa. En la esquina el semáforo lo detuvo y, egoísta y vengativa, me paré en el capot a saltar como mono.

Dale, vamos a divertirnos, un toque nomás. Cuando no vea tu novia. Un polvo formidable. Dale, que desearte así se me pone insoportable. ¿Un ratito? ¡Te pago! Aunque estés somnoliento, te doy yo a vos. ¿Dale que sí? Es un ratito, chiquito pero maravilloso. ¡Quiero!

Esa cadera… Quiero que tu esqueleto choque contra el mío. Aceleremos el ritmo y démonos así, meloso, violento, hasta que nos deshidratemos, que el sol impostor no diga que la noche terminó.

Soy el astronauta maniático de tus ojos de Coca Cola. Soy la que dejaría cuajar tus fluidos adentro de mí. Soy quien podrida de perder, nada astuta ni campeona, se deja perder y contesta que nada. Por ahora, nada.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Chinificación

Yo tengo un amigo llamado Cristian Tévez. Es un muchacho macanudo, profesor de música y un tremendo Don Juan. Yo lo admiro bastante. Tenía un blog pero lo abandonó porque olvidó la contraseña y no logró recuperarla. Así que cuando escribe me pasa los textos a mí para que yo los exhiba. No voy a defraudarlo. Los dejo con "Chinificación", lo último de Cristian Tévez.

Chinificación

Impregnado de pasión olímpica, pensé en ir a China. Echeverría y Arribeños estaba de lujo, con una humedad toquetona y ojitos rasgados de media tarde.
Entré a un bazar para comprar algo que chinificara mi casa: elegí tres posavasos, un velador y a la piba que me atendió en la caja, finita toda ella, en la cara y en el cuerpo.
La llevé a casa cuando salió del laburo y le rogué que me dijera inmundicias en chino al oído.


lunes, 19 de mayo de 2008

Fantasmas

Un ascensor está en el décimo y el otro, trabado en el quinto. Aprieto el botón para que venga el de mi izquierda. El décimo... Si no lo llamo se queda ahí, suspendido esos tantos metros. Yo vivo en el sexto y, como me gusta decir, vivo en el aire. Si trazara una marca en el piso y decidiera luego cavar allí, tan sólo encontraría el ventilador de techo del vecino del quinto. Qué miedo, no tengo base. Abajo de todo está la tierra, y en la tierra están los cuerpos. Y eso queda muchos metros hacia abajo. Tercero, segundo, primero, voy a abrir. Cuando estoy a punto me freno, me asusto, sé que va a haber en el piso, mal plegado, despeinado, un hombre de traje sangrando por un tiro que le han dado en la cabeza. Aprieto los párpados, abro, no está. Miro que nadie esté en los alrededores; realmente no quiero compartir el ascensor con ser alguno, vivo, muerto. Entro, me miro en el espejo. Ojeras incurables. Si me doy vuelta hacia la puerta, va a haber uno más ojeroso que yo, palidón y vestido de blanco, y el cuerpo le llega hasta la cintura. No me va a decir nada. Y si no lo miro va a empezar a reflejarse en el espejo, porque para eso aparece: quiere que lo vea. Lleguemos rápido al sexto; no quiero pensar más.
Abro, me bajo, giro la llave. Está todo en penumbras. El que vive en mi ropero se estará escondiendo. Espero que al prender la luz no se me aparezca enfrente.