domingo, 21 de agosto de 2011

Día del Niño

Hoy me comporté con plena inmadurez.

Fuimos con mi hermana Sabrina, mi sobrino y mi madre a comer al famoso imperio de las hamburguesas. Allí me la pasé despotricando contra la vida humana, grité "¿Qué carajo es un float?" y la mujer delante de nosotros en la cola se reía de mis estupideces.

Luego entramos al mega centro de construcción y remodelación del hogar, y como siempre me pareció aburrido, decidí hacerlo divertido. Hacíamos de cuenta que estábamos ante el espejo Sabrina y yo, comunicándonos desde la pseudo ventana de los toilettes exhibidos. Nos dimos duchazos imaginarios detrás de las mamparas. Nos sentamos en los inodoros. Mi sobrino hizo mímica de orinar.

Me agaché para ver precios y modelos de cortinas de baño mientras mi sobrino me tiraba de la manga. Podía no caer al piso en su empujón, pero quise estrellarme. Y me estrellé tres veces delante del resto de los clientes, mientras mi sobrino seguía tironeando, se reía divertido, y yo más.

Vimos cómo un hombre fracasaba en su intento de ganarse un muñeco gigante en una de esas cárceles que los contiene, con esa garra salvadora que apenas los peina y los deja prisioneros para siempre. Me burlé tanto de su mala suerte que, otra vez, una mujer delante de nosotras, se dio vuelta para compartir la risa.

Hoy compartí la risa. No lo hago muy a menudo. Me siento mucho más a gusto compartiendo el desprecio. Pero hoy encontré la manera de que el desprecio fuera motivo de gracia. Y después, de tanta risa, se me fueron las ganas de despreciar. Y las ganas de reírme se me quedaron. Y me olvidé de la compostura, el personaje social y toda esa boludez de quedar bien ante los otros. Hoy me reí como una niña. Sabrina se rió como una niña. Nuestra madre se rió como una niña. Y mi sobrino, que aún es un niño, se rió como corresponde. Que es, paradójicamente, como no corresponde: a pata suelta y con mucho ruido.

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