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¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! Oíd, mortales, como yo lo oigo en cada
esquina. La gente se rasga las vestiduras proclamando su libertad. Hay quienes
dicen que se miran por dentro y están orgullosos de su decisión de ser libre.
Oí a los que consideran que tener las alas sin atar a las alas de otro es ser
libre. También están los que creen que por no tener vicios, gozan de la más
bella libertad. Pero no sólo los he oído: también los he visto. Al observarlos,
noté cierto andar pesado en los tobillos, algo asomaba, ¡era una cadena! ¡Una
bola siendo arrastrada por una cadena! Al espantarme en la contradicción, miré
mi propio pie. ¡También una cadena asomaba desde el ruedo de mis pantalones!
Tengo un vicio, sí. Soy presa del tabaco. Quien tenga un vicio tiene una jaula.
Hoy, como nunca, al escribir estas líneas, sentí el peso del daño hecho a mis
pulmones. Prendí un cigarrillo y lamenté el acto. Sentí que no estaba haciendo
otra cosa más que tomar mis propios órganos y, como si fueran de papel, prender
fuego el extremo más bajo. Cuando uno de los libres del Norte me dijo que no
caminara a su lado por las calles de su barrio, supe que su jaula tenía nombre
de mujer. Cuando uno de los libres del Sur me dijo que prefería conversar antes
que amarme el cuerpo, supe que su jaula tenía nombre de prejuicio. Cuando él,
mi salvaje amor torpe, dijo que vendría a compartir el sueño y, una vez más, no
vino, supe que mi jaula tenía nombre de varón. Soy la persona más libre que
conozco y, sin embargo, duermo refugiada en más de una celda. Oíd, mortales, el
murmullo secreto: prisión, prisión, prisión.
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