Hoy fui a un velorio. Mi primera (y única) vez había sido la despedida a Fernando Peña. No conocía a su madre, ni a su padre, ni vi a su familia devastada junto al féretro. Esta vez, murió la hija de un colega. Una piba de 16 años que hacía rapel. Verifico en Google como se deletrea rapel. Pongo rapel y aparece la noticia. Una vida entera se va por un mal golpe. Hubiese amado enterarme que se dio un golpe en la pierna, que se fracturó, que no va a volver a hacer deporte. Pero no que se haya muerto. ¿Cómo se va a morir una chica de 16 años? ¿Cómo se va a morir una chica aventurera? ¿Qué lección quiere la Vida que aprenda quién con esta mierda?
Esta vez sí vi a la familia devastada junto al ferétro. Esta vez sí que antes de entrar no tenía ningún nuevo chisme, ni me fascinaban las novedades que me contaba mi acompañante. Esta vez, me ganó el silencio. Y me ganaba el miedo. Se me subía hasta la garganta para anudarla. Se me metió en los pies en forma de sudor frío. Se me juntaba en el pecho y me mandaba sustos repentinos. Cuando esperaba que vinieran a buscarme para ir al sepelio, me decía una y otra vez que no quería ver el cuerpo. No, no. No quería ver lo frágil del ser humano. No quería ver lo incapaces que somos de controlar lo incontrolable. No quería ver que podría ser mi hermana, mi sobrino, mis primos. Gente radiante de vida a la que, de ninguna manera, podría haberle llegado su hora.
Tuve que ver el cuerpo. La nena no tenía un rasguño. Fue un mal golpe. Un mal golpe que terminó con todo en minutos. No era posible apartar a su familia del cuerpo. Vi a su hermano, ese chico sexy con tanta actitud, ahora devastado, acariciándola. Le di un gran abrazo a su padre, mi querido colega, y no pude darle un abrazo a él. Lo imaginé tan enojado con el mundo que creí que iba a golpearme. Creía que iba a golpearme porque yo quería golpear algo. A la Vida no se la puede golpear. Es ella la que golpea. Es ella la que golpea cuando se junta a hacer tratos con la Muerte.
Horas después, algo adentro mío se estaba muriendo también. Pensaba por qué me hacía tanto daño esta muerte, si apenas conocía a la chica, cuando sonó el timbre. Y me asusté. Pensé estupideces, como que podía ser mi ser amado, pero ese no es posible. Era una piba. De poco más de 16 años. Equivocada de timbre. No sé quién le abrió la puerta de entrada al edificio, pero volvió a equivocarse de piso cuando golpeó insistentemente mi puerta. Y de nuevo, el miedo. Alguien que toca mi puerta da miedo. Mi puerta jamás es tocada. Acá al Inframundo nadie viene. Lo que no saben es que acá, en el Inframundo que da miedo, también hace hogar el miedo.
Aterrorizada, me acerqué a la puerta, preguntando quién es. Le abrí a la piba y quedé fuera de mí. Le dije que necesitaba saber a dónde iba, que a mi casa no viniera, que seguramente la joda la esperaba en el piso de arriba, donde siempre hacen quilombo hasta tarde y me tienen las bolas por el piso.
- Pará un poco. Yo te hablé bien - respondió la insolente.
- Ni siquiera me hablaste - respondí, sacada.
Le cerré la puerta y la oí decir:
- ¡Uy, qué loca que está la gente! ¿Por qué no salís?
Y salí. La toreé y la empujé.
- Pará, ¿qué hacés? - respondió, socarrona. Y quise golpearla con todo mi ser.
- Tomatelás - le respondí, por demás alejada de mi moral.
Le di el empujón que quería darle a la Vida por esta injusticia. A ella, que bien podría representar a la piba que fui a despedir. Le di un empujón porque me dio miedo. Le di un empujón porque me pasé todo el día muerta de miedo. Loca, me dijo, muchas veces, loca. Ella vio la forma de mi pelo, de mi cara, de mi gesto. Sí, loca. La loca que está sola en el Inframundo y tiene miedo. Loca, sí. Loca. Loca de miedo. Loca de bronca. Loca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario